
Todos y cada uno de los subasteros profesionales que actualmente invertimos en el negocio de las subastas judiciales hemos sido novatos en algún momento. Todos hemos tenido nuestra primera subasta. ¿Por qué digo esto? Porque, quien más, quien menos, nadie se salva de haber metido la pata en sus comienzos.
Yo no siempre he sido Tristán el Subastero.
Mi primera subasta fue en los años ochenta: yo tenía 24 años y no participé en la misma para enriquecerme, sino que, simplemente, pretendía comprar mi casa al precio que podía pagar. Ni más ni menos.
Esta es la historia.

1. Un lugar para vivir
Ya he comentado en alguna ocasión que soy piloto de la Marina Mercante y que llevo en dique seco desde el verano de 1991. Así que, a nadie le extrañará, que, a mediados de los ochenta, tuviera ya algunos ahorrillos y que, a pesar de mi juventud, estuviera ya pensando en comprar mi propia casa.
Un día, visitando a mi tía, que estrenaba chalé en una urbanización en los alrededores de Madrid, me gustó tanto el sitio que decidí plantar mis reales por allí mismo. De hecho, llevo viviendo en esa misma zona más treinta años, aunque no en la misma casa, que algo hemos prosperado desde entonces.
El caso es que estos pagos no eran baratos y mis ahorros eran magros, por lo que, por mucho que buscaba, no encontraba nada a mi alcance. Unos meses más tarde, alguien me mencionó que se iba a celebrar una subasta judicial de unos quince chalets adosados y otros quince apartamentos que el banco le había quitado al promotor de una urbanización de la zona.

Era una oportunidad magnífica: los apartamentos de 80 m2 útiles me encajaban como un guante, así que allá que me fui con más ilusión que dinero.
El guirigay que había el día de la subasta no os lo podéis ni imaginar: al menos cuarenta o cincuenta particulares y otros veinte subasteros, o más. Ni de coña pensaba yo que tendría alguna oportunidad. ¡Menudo jarro de agua fría!
Además, yo solo tenía 24 años y todos los que había allí eran mucho mayores, y con pinta de no tener problemas económicos… En medio de aquél follón, se me acercó uno de los subasteros y me estuvo tirando de la lengua un rato. Qué hacía yo allí, qué quería comprar, en cuánto valoraba cada lote, hasta cuánto pensaba pujar, etc.
Eso es algo muy típico de los subasteros, quien haya participado en alguna subasta presencial sabe que siempre se te acaba acercando alguien tratando de sacarte información para conocer tus intenciones y, bueno, porque la información es oro.
En este caso, aquel subastero fue muy directo:
“Mira, chaval: de todas las personas que ves aquí, nadie va a comprar nada; excepto tú, si eres un poco listo. Dime de cuánto dinero dispones y yo te consigo uno de los apartamentos”.
Así de sencilla fue la cosa.
El problema es que yo no había depositado para todos los lotes de apartamentos, sino, exclusivamente, para uno de ellos: concretamente, para el 4bis. Entonces, disponía de cuatro millones y medio de pesetas (mediados de los ochenta), pero, para curarme en salud, le dije que solo tenía cuatro millones cien mil pesetas.
El caso es que aquel subastero y su socio compraron todos los lotes que se subastaban ese día.
Absolutamente todos.
No dejaron ni las migajas para el resto de postores.
El mío lo compró exactamente en tres millones cien mil pesetas, pero otros idénticos los compró en más de cuatro millones e incluso alguno casi en cinco millones. Por ese motivo, aluciné cuando, tras la subasta, me llamó aparte y me dijo que recogiera mi fianza y me fuera tranquilo a mi casa, que, en unos días, me llamaría para que hiciéramos la cesión del remate.
¿Iba a cumplir su palabra?
¿Iba a cederme el remate en cuatro millones cien mil pesetas a pesar de que algunos lotes similares los había comprado por un precio superior?
Pues sí, cumplió su palabra.
El día de la cesión de remate, me acompañó a la sucursal del banco donde ingresé las tres millones cien mil pesetas en la cuenta corriente del juzgado que él me indicó. Luego le entregué el millón de pesetas en efectivo que completaba hasta la cifra que habíamos acordado y, finalmente, subimos al juzgado y me cedió el remate.
Olé, olé y olé.

A aquel subastero le llamaban la Machina, nombre que tiene su origen en otro negocio que tenía o había tenido.
Cuando puso el resto de los lotes a la venta, vendió los apartamentos en siete millones y medio, cada uno.
Más de tres millones por encima del precio que me hizo a mí. Cuando algunos años después volví a las subastas judiciales, ya como profesional, ni se acordaba de mi ni de esta anécdota.
Pero yo nunca he olvidado que, en contra de sus intereses evidentes, el tipo cumplió su palabra.
2. Los 5 errores que cometí en mi primera subasta
Supongo que los más avezados lectores de este blog se habrán echado las manos a la cabeza al ver todos los errores que cometí en la primera subasta de mi vida.

Vamos a examinarlos uno por uno:
- El primero, aunque no lo he mencionado, fue que ni se me pasó por la cabeza la necesidad de examinar el expediente judicial. Tuve mucha suerte de que no hubiera ningún sapo agazapado entre sus legajos. Como diría mi abuela: Dios protege a los inocentes.
- El segundo, que tampoco he mencionado, fue que leí la nota simple como quien lee Ana Karenina en ruso, sin entender nada y sin saber siquiera lo que estaba buscando.
- El tercer error fue ingresar la fianza solo para uno de los lotes. Con mis cuatro millones y medio tendría que haber ingresado tantas fianzas como hubiera podido. A más lotes, más posibilidades de éxito.
- El cuarto error fue confiar en la palabra de un desconocido. Cuando pienso en ello, llego a la conclusión de que solo mi tierna edad me permitió semejante ingenuidad. Eso sí, ingenuidad que me aportó el mayor éxito de toda mi vida.
- Y el quinto error fue creer que era posible asistir a una subasta sin formación y sin hacerlo de la mano de un profesional; un error que tuve la suerte de rectificar en el último minuto, lo que me permitió ser el único de los asistentes particulares que tuvo éxito aquella mañana. Al resto de los particulares no les sirvió de nada tener más dinero que yo porque se fueron a sus casas de vacío.
Sí, vale, cometí los cinco errores mencionados, pero al menos no hice el gilipollas, como muchos otros hacen y explico en el siguiente vídeo:
3. ¿Y cuál fue el acierto?
El acierto fue ignorar las opiniones contrarias de absolutamente toda mi familia y amistades que, sin excepción, intentaron quitarme de la cabeza la idea de participar en una subasta judicial.
No hay mayor señal de ignorancia
que creer imposible lo inexplicable
4. Y no fue un final sino un inicio
El éxito de la subasta colonizó mis pensamientos durante los siguientes años hasta que decidí que ya estaba bien de cruzar el Atlántico. Si aquel subastero era capaz de vivir de este negocio, yo también sería capaz de aprender y vivir de las subastas.
Seguía siendo un ingenuo.
El negocio de las subastas es mucho más complicado que lo que me pareció tras aquella primera experiencia y tuve que pagar un precio muy caro de los siguientes errores que cometí en mis primeras subastas profesionales.
Aunque finalmente aquel pardillo consiguió cumplir su sueño de Libertad financiera, ahora pienso en lo bien que me habría venido contar entonces con un curso de subastas como TOPsubastas. ¡Cuántas noches sin dormir y sinsabores me habría ahorrado!
Si estás pensando en comenzar en este negocio mi recomendación es que lo hagas en las mejores condiciones y siempre apostando por lo seguro.
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Soy Héctor Arderíus, pero todos me conocen como Tristán el Subastero.
