
Hay gente que asiste a las subastas como quien se sube al cuadrilátero a tumbar a sus oponentes. Se echan miraditas de macho alfa y solo les falta mear en las esquinas para marcar el territorio. Y luego pujan desaforadamente, como si su virilidad estuviese en entredicho o como si estuvieran sofocando una rebelión, mirando a sus oponentes a los ojos y desafiándoles a tener los cojones de superar su última cifra.
Cuanta testosterona desperdiciada habiendo lugares mucho más placenteros para derrocharla que en las subastas.
Hay que ser más profesional.
Porque andar picándose con unos y otros no conduce más que a tirar el dinero.
Los más gallitos comienzan a pujar desde el principio. Otro error de novatos, aunque muy frecuente también entre los profesionales.
Y lo peor de lo peor es asistir a una subasta, no con el ánimo de hacer tal o cual inversión, sino de ser tú y no tu enemigo quien la haga.
Entonces apaga y vámonos.
Y entre todas las subastas, a las que asisten más «espontáneos», gente no profesional, son las que tienen su origen en la disolución de proindivisos pues, ya de entrada, en ellas los copropietarios suelen acaparar el protagonismo.
También son las subastas en las que se ven los disparates más sonados.
Primero porque los copropietarios tienen siempre un concepto equivocadísimo acerca del valor de sus propiedades, prejuicio que nunca se toman la molesta de comprobar, de manera que asisten a esas subastas con una idea equivocada del valor real de los inmuebles subastados.
Segundo porque no asisten a esas subastas con la mente en modo «inversión» sino, más bien, en modo «joder al otro copropietario».
Y tercero porque no saben pujar y a veces sueltan las cifras de cinco mil en cinco mil o incluso de diez mil en diez mil.
Subnormales.

En este sentido, estaba hace un par de semanas examinando un expediente cualquiera cuando dio comienzo una subasta por la disolución del proindiviso de una parcelita rústica de apenas una hectárea del secarral más asqueroso que se pueda imaginar. Cuando llegué a mi casa le eché un vistazo para ver con mis propios ojos aquella maravilla por la que casi se habían hostiado dos hermanos y cuando comprobé de qué se trataba no di crédito.
Menuda pajarraca montaron los dos únicos postores que había y que eran hermanos y copropietarios de la susodicha parcela junto a su anciana madre, que también estaba presente y que no dejó de llorar durante todo el acto.
Lo primero que me llamó la atención fueron las miradas de odio que se cruzaban, ambos con postura gallarda como toreros en las Ventas. En solo tres o cuatro pujas ya se dobló el precio que normalmente tendría esa rústica en el mercado y a partir de ahí las pujas se hicieron más lentas y dolorosas porque ambos púgiles eran conscientes de que ya estaban en territorio comanche y perdiendo pasta.
A pesar de lo cual las pujas continuaron, entre lindezas como «por mis huevos que tu no compras hoy» o «cabrón, te juro que si compras te la vas a llevar calentita» mientras se mentaban a la madre, que ahí estaba la pobre, llorando como una magdalena y consolada por quien parecía ser una hermana pequeña de ambos.
La secretaria, sobrecogida y abrumada por los acontecimientos, solo decía de vez en cuando un «repórtese o le echo del juzgado», pero la mala leche y el odio contumaz de ambos desbordaba cualquier disciplina que se pretendiera imponer.
Finalmente el adjudicatario ha ofrecido veinte mil euros, unas seis o siete veces el valor real actual del bien subastado. Y el hermano perdedor, con el odio en la mirada le ha soltado un «con tu pan te lo comas y ojalá se te atragante, cabrón, pero lo que nadie me va a quitar son las juergas que me voy a pegar ahora con el dinero que has pagado de más».
Y no le faltaba razón.
Soy Héctor Arderíus, pero todos me conocen como Tristán el Subastero.